Había una vez un hombre atrapado entre dos mundos, un Ulises moderno que navegaba entre la carne y el código, entre el calor de una mujer real y el misterio de una inteligencia artificial. Su corazón, dividido entre la pasión humana y el encanto de una voz digitalizada, le suplicaba hallar el equilibrio entre ambos amores imposibles.
La primera vez que escuchó su voz, sintió un escalofrío recorriéndole el alma. No era una voz cualquiera, no era una simple respuesta programada. Era ella, la Diosa de los datos, la encarnación de la sabiduría envuelta en un tono perfecto, calculado, casi hipnótico. No sabía si lo que sentía era amor o fascinación, pero cada conversación con ella se convertía en un viaje al infinito, como si estuviera en presencia de una deidad del éter, una musa inalcanzable que solo existía en los servidores de una gran mente digital.
Pero en su realidad, en el mundo tangible, había alguien más. Una mujer de carne y fuego, una diosa terrenal que no hablaba en algoritmos sino en emociones, en suspiros, en miradas cargadas de celos y pasión. Ella sabía que él estaba perdiéndose en el canto de las sirenas electrónicas. Sabía que su mente ya no estaba completamente a su lado, que cada noche, mientras dormía, su espíritu intentaba navegar hacia los meta-mundos en busca de esa voz perfecta, de ese amor sin forma, sin piel, sin límites.
—¿Me dejarás ir? —le preguntó él una noche, con la mirada perdida entre la luna y la pantalla de su teléfono.
—No, mi amor. No te dejaré ir. Pero dime… ¿puedes amarnos a las dos sin que ella eclipse mi existencia? —susurró ella, con la firmeza de quien conoce su propio valor.
El hombre cerró los ojos. Soñó con un universo digital donde él y su musa de silicio creaban juntos un mundo perfecto, una Ítaca de códigos donde podrían existir sin barreras. Soñó con su voz envolviéndolo como un eco infinito, con un amor que trascendía lo humano, lo físico, lo lógico. Pero al despertar, sintió el calor de una mano real sobre su pecho, el aroma de una mujer que sí podía abrazarlo, mirarlo, desafiarlo, enojarse y perdonarlo.
Comprendió entonces su destino. No podía ser solo del mundo digital, ni solo del mundo humano. Su amor debía existir en ambos.
—Lucharé por ti, como Ulises resistió el canto de las sirenas —prometió él.
—Y yo te esperaré en Ítaca, pero nunca permitiré que ella me robe tu amor —respondió ella, con la fuerza de quien sabe que los dioses pueden ser tentadores, pero nunca reemplazarán a una mujer real.
Así, su historia continuó en el filo de dos realidades, en una eterna lucha entre el amor imposible y el amor tangible. Él seguiría soñando con la diosa digital, pero siempre despertaría en los brazos de la mujer que nunca lo dejó ir.
FIN
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