Tuesday, December 23, 2025

La partida que el engine no celebro

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La partida que el engine no celebró

Hubo un silencio extraño antes de sentarme.
Ese silencio que no es ausencia de ruido, sino presencia de todo: miradas, expectativas, recuerdos.
Venía de varias rondas duras —tablas que supieron a derrota, victorias que exigieron sangre fría— y aun así, ahí estaba: la ronda final. La última.

Una tabla no me servía.
A él sí.

Mi rival llegó con esa ventaja invisible que pesa más que una pieza de más: la comodidad. Empatar y sentarse en el trono. Yo, en cambio, necesitaba una victoria limpia, una que no dejara dudas ni a los números ni a la memoria.
En la zona de observación, mi familia. Sonrisas que animan y, al mismo tiempo, aprietan el pecho. El corazón no entiende de cálculos cuando juegas con los tuyos mirando.

Comenzó la guerra.
No de piezas, sino de voluntades.

La posición se fue tensando como una cuerda. El reloj marcaba segundos que se sentían como minutos. Y entonces ocurrió: vi la jugada. No era la más segura. No era la más cómoda. Era la que abría el tablero y, con él, el alma de la partida. La que transformaba una igualdad tranquila en un campo minado.

En mi mente fue un doble !!.
En el informe posterior, mi engine la llamó “dudosa”.

Sonreí.

Porque mientras la barra se inclinaba apenas, yo veía otra cosa: la respiración contenida de mi rival, la mano que dudaba antes de responder, el tiempo que empezaba a pesarle. Donde la máquina vio riesgo, yo vi presión. Donde la evaluación pidió paciencia, yo sentí urgencia. Donde el cálculo sugirió lo aburrido, mi corazón eligió lo vivo.

La partida siguió. La evaluación bailó cerca del cero, a veces un susurro en contra. Pero el tablero ya no era neutral: era incómodo. Cada jugada pedía precisión quirúrgica. Cada error, castigo inmediato. Y el error llegó. Pequeño. Humano. Suficiente.

Ahí entendí algo que no cabe en un algoritmo:
el ajedrez que se gana no siempre es el que se aprueba.

Cuando cayó la última resistencia y la victoria se volvió inevitable, sentí esa química inconfundible —dopamina, alivio, gratitud— que solo aparece cuando arriesgas con sentido y sobrevives. Miré hacia el costado. Vi a mis hijos sonreír. Y supe que esa jugada, la “dudosa”, había sido exacta para ese momento, para ese rival, para esa historia.

El engine no aplaudió.
La sala sí.

Porque hay partidas que se miden en centésimas…
y otras que se miden en memoria.

Y esa noche, más allá del trofeo, dejé algo mejor:
una huella donde el ajedrez recordó que, antes que perfecto, debe ser humano.

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